Gritamos "¡El Golfo es nuestro!" en Pamplona Colombia.
Por: Don Alejo Corazón.
Por la época de los años 80, nos encontrabamos parrandeando en la hermosísima e idílica población colombiana de Pamplona, en compañía de uno de mis mejores amigos, mi compadre de mayor confianza Mister Guillón, a quien conozco desde los primeros días universitarios, y dos bellas doncellas enamoradas, viajando juntos gozando de la vida sin mayores aspavientos, formalismos ni medias tintas, como quien dice, actuando de frente, sin temores, diciéndonos en nuestro interior, déle que no viene carro, déle que son pasteles, y más nada -¡que tiempos aquellos!-
Paseamos desde Caracas en mi modesto rústico techo duro con cauchos anchos, corcel de mil batallas siempre cumplidor y rendidor, hasta llegar a los irresistibles Andes, haciendo escala en la inigualable e incomparable ciudad de los caballeros Mérida -¡ah!-, siguiendo hacia Trujillo hasta la romántica y fría “La Puerta” -¡uf!, pasando raudos por la cálida y pujante ciudad de las siete colinas “Valera”, amaneciendo buscando a unas Evas por la impelable encrucijada de El Vigia, y conectar con la dulce ciudad de San Cristóbal respectivamente, hasta aterrizar armados hasta los dientes con sendas despampanantes mozuelas, entonces seguramente hipnotizadas por nuestras cursis cartas de amor, plagadas de sinceros y espontáneos errores ortográficos, tal vez influenciadas por la desbocada, vigorosa y viril juventud que se nos salía por los poros, probablemente imbuidas en nuestros recurrentes episodios de locuras y arrebatos discotequeros y playeros, arribando de un tirón, muy melosos y engolosinados a la nocturna y galante Cúcuta.
Recuerdo claramente varios peculiares lugares nocturnos en los que fuimos a parar casi por inercia. El primero, muy sobrio, denominado “La Media Naranja”, ¡a beber! birra; así como un rincón, con el singular nombre de “El Escorpión” a hacer lo propio; igualmente inolvidable nos resultó la pintoresca discoteca denominada “El Tren”. Allí, apoltronados a la vieja usanza de los ochenta, sobre altas butacas de piel, rodeando una pequeña mesa de centro, nos bebimos en grupo, varias botellas de un licor que nos pareció exquisito, denominado aguardiente, servido seco, en copitas, acompañado con bebidas gaseosas muy frías con sabor a naranja y rodajas de limón, de unas marcas muy conocidas allá y poco en Venezuela. No por simple la ocasión, dejó de ser para todos, una experiencia inolvidable y deliciosa, cuando se es joven, basta con la compañía de buenos amigos, selecta música (eso si) y desde luego buenos tragos. Pasamos la noche bebiendo y bailando y algo más; pero de que gozamos de lo lindo todos, sin duda que fue así. Salimos de aquel lugar, como a las cinco de la mañana, para irnos a dormir ebrios y cansadísimos a un cercano Hotel denominado “La Villa del Rosario” (me deben la propaganda si aún existen), que hasta una buena piscina tenía, en donde chapoteamos el ratón muy entrada la tarde, degustando deliciosos coctelitos, dándonos vida de reyes con aquellas singulares y hermosas féminas, parecíamos potentados llegados de Miami; pero éramos unos carajitos pichoncitos de bohemios, pero con estilo propio, y suficiente ración de bolívares como para cambiar a pesos colombianos y disfrutar de una buena suma, que eran casi equivalentes a los dólares, los cuales nos permitieron costear los gastos sin mayores problemas. ¡Qué tiempos aquellos!
Partimos al otro día, hacia la montañosa y bucólica Pamplona, disfrutando el nublado paisaje montañoso, recorriendo el serpenteante camino, bordeando profundos abismos y rozando precipicios, escuchando la música de los Beatles a todo volumen (Revolución, Hey Jude, Yesterday, Let it be, etc), estremeciendo al unísono nuestros cuerpos al ritmo de cada acorde musical, como si fuéramos bailarines autómatas, pero bailando sentados y abrazados con el par de princesas sacadas como de un cuento de hadas (suspiros), contagiándonos de una euforia que nos atrapaba y arropaba a todos mágicamente. Instalados en el paradisíaco hotel del envolvente paraje, decidimos seguir nuestra electrizante danza común, y nada mejor para endulzar el alma que después de cenar exquisitamente, terminar con nuestros huesos en un reducto para trovadores incansables, la más recomendada sala de baile que estaba ubicada al frente de la plaza, en donde luego de amanecer rumbeando bebiendo ron de una conocidísima y emblemática marca colombiana, también hasta la madrugada, en aquella curiosísima cueva, porque era más oscura que boca de lobo, es más, ni me recuerdo de la decoración porque nunca la pudimos realmente ver ni apreciar bien -jamás prendieron las luces- sólo se, que era una de esas denominadas antiguas discotecas, que tienen un gigantesco espejo en la pista de baile y luces en el piso de vidrio, en el cual todos parecíamos mirarnos bailar como si fuéramos narcisos, igualmente mantenían colgando del techo, la inefable esfera con espejitos cuadriculados que reflejaban y difundían los miles de destellos de las luces por todas partes (paredes, caras y cuerpos); así como, la típica e infaltable deslumbrante luz intermitente blanca, que casi deja ciegos a los ingenuos y distraídos que suelen mirarla fijamente, al son de una ensordecedora música que brotaba de varias gigantescas y oscuras cornetas estrategicamente ubicadas, direccionadas hacia cada inocente e impotente oreja, que impedía oir y hablar con alguién, sólo gritarse sin enterderse nada. Por cierto, que me temo, que de esa costumbrita quedamos un poco sordos para siempre; mi compadre Mister Guillón, hoy día habla tan fuerte, que aunque me apena hacerlo, suelo pedirle que baje la voz, el pobre como que quedó más sordo que yo desde entonces.
De allí salimos al borde del amanecer, eufóricos, ciegos, sordos, pero no mudos, porque de regreso al hotel, ebrios de felicidad, caminando abrazados en parejas por el medio de la estrecha empedrada calle, alumbrada por faroles, y rodeada de hermosas casas estilo colonial, para en medio del más grande de los silencios; pero también de las inconciencias, causar un estruendo y escándalo colectivo, en horas en que el común de los mortales suele dormir y descansar, que hubiera ameritado al menos nuestra justa detención por atrevernos a alterar la paz, y el orden público, gritando sin medir las consecuencias y a todo pulmón al unísono: “¡El golfo es nuestro carajo, y viva Venezuela!". ¡Caramba! ¡Qué riñones teníamos! siendo aún muy jóvenes, y de vainita no terminamos linchados por algún patriota o subversivo colombiano, o encarcelados con la espalda contra la pared, en la hermana república. Son vainas de palos nos dijimos al otro día, pero también de una inolvidable juventud. Y no es ficción, lo vivimos en realidad, mi compadre siempre nos lo recuerda a modo de anécdota graciosa en nuestras periódicas y repetidas reuniones familiares.
A estas alturas, y en virtud de las actuales circunstancias conocidas, mi compadre y yo, cuando nos recordamos, ya no sabemos si reírnos o sentarnos a llorar por causa de aquel simpático y extraño episodio juvenil, y no precisamente por nostalgia, sino porque todavía nos provoca a ambos ponernos a gritar a todo pulmón de vez en cuando en cualquier calle del mundo, como aquella madrugada envalentonados por el ron y la indoblegable energía que nos daba la indomable y rebelde juventud, “¡El Golfo es nuestro carajo!” ¿Será?. Juro que gritamos mi compadre, nuestras enamoradas y yo, la frase “¡el golfo es nuestro carajo!” en Pamplona Colombia, y nadie nos molestó; a lo mejor muchos nos escucharon, pero seguramente algunos dijeron esa madrugada: “son loqueras de turistas borrachos” y siguieron durmiendo, pero para nosotros fue una protesta en suelo extranjero, armados por el valor que suelen dar a veces los tragos, y créanme, hay que estar un poco loco o algo ebrio, para poder gritar esa frase en ese sitio, a esa hora, y poder salir ileso, ¿o son vainas mías?
Por la época de los años 80, nos encontrabamos parrandeando en la hermosísima e idílica población colombiana de Pamplona, en compañía de uno de mis mejores amigos, mi compadre de mayor confianza Mister Guillón, a quien conozco desde los primeros días universitarios, y dos bellas doncellas enamoradas, viajando juntos gozando de la vida sin mayores aspavientos, formalismos ni medias tintas, como quien dice, actuando de frente, sin temores, diciéndonos en nuestro interior, déle que no viene carro, déle que son pasteles, y más nada -¡que tiempos aquellos!-
Paseamos desde Caracas en mi modesto rústico techo duro con cauchos anchos, corcel de mil batallas siempre cumplidor y rendidor, hasta llegar a los irresistibles Andes, haciendo escala en la inigualable e incomparable ciudad de los caballeros Mérida -¡ah!-, siguiendo hacia Trujillo hasta la romántica y fría “La Puerta” -¡uf!, pasando raudos por la cálida y pujante ciudad de las siete colinas “Valera”, amaneciendo buscando a unas Evas por la impelable encrucijada de El Vigia, y conectar con la dulce ciudad de San Cristóbal respectivamente, hasta aterrizar armados hasta los dientes con sendas despampanantes mozuelas, entonces seguramente hipnotizadas por nuestras cursis cartas de amor, plagadas de sinceros y espontáneos errores ortográficos, tal vez influenciadas por la desbocada, vigorosa y viril juventud que se nos salía por los poros, probablemente imbuidas en nuestros recurrentes episodios de locuras y arrebatos discotequeros y playeros, arribando de un tirón, muy melosos y engolosinados a la nocturna y galante Cúcuta.
Recuerdo claramente varios peculiares lugares nocturnos en los que fuimos a parar casi por inercia. El primero, muy sobrio, denominado “La Media Naranja”, ¡a beber! birra; así como un rincón, con el singular nombre de “El Escorpión” a hacer lo propio; igualmente inolvidable nos resultó la pintoresca discoteca denominada “El Tren”. Allí, apoltronados a la vieja usanza de los ochenta, sobre altas butacas de piel, rodeando una pequeña mesa de centro, nos bebimos en grupo, varias botellas de un licor que nos pareció exquisito, denominado aguardiente, servido seco, en copitas, acompañado con bebidas gaseosas muy frías con sabor a naranja y rodajas de limón, de unas marcas muy conocidas allá y poco en Venezuela. No por simple la ocasión, dejó de ser para todos, una experiencia inolvidable y deliciosa, cuando se es joven, basta con la compañía de buenos amigos, selecta música (eso si) y desde luego buenos tragos. Pasamos la noche bebiendo y bailando y algo más; pero de que gozamos de lo lindo todos, sin duda que fue así. Salimos de aquel lugar, como a las cinco de la mañana, para irnos a dormir ebrios y cansadísimos a un cercano Hotel denominado “La Villa del Rosario” (me deben la propaganda si aún existen), que hasta una buena piscina tenía, en donde chapoteamos el ratón muy entrada la tarde, degustando deliciosos coctelitos, dándonos vida de reyes con aquellas singulares y hermosas féminas, parecíamos potentados llegados de Miami; pero éramos unos carajitos pichoncitos de bohemios, pero con estilo propio, y suficiente ración de bolívares como para cambiar a pesos colombianos y disfrutar de una buena suma, que eran casi equivalentes a los dólares, los cuales nos permitieron costear los gastos sin mayores problemas. ¡Qué tiempos aquellos!
Partimos al otro día, hacia la montañosa y bucólica Pamplona, disfrutando el nublado paisaje montañoso, recorriendo el serpenteante camino, bordeando profundos abismos y rozando precipicios, escuchando la música de los Beatles a todo volumen (Revolución, Hey Jude, Yesterday, Let it be, etc), estremeciendo al unísono nuestros cuerpos al ritmo de cada acorde musical, como si fuéramos bailarines autómatas, pero bailando sentados y abrazados con el par de princesas sacadas como de un cuento de hadas (suspiros), contagiándonos de una euforia que nos atrapaba y arropaba a todos mágicamente. Instalados en el paradisíaco hotel del envolvente paraje, decidimos seguir nuestra electrizante danza común, y nada mejor para endulzar el alma que después de cenar exquisitamente, terminar con nuestros huesos en un reducto para trovadores incansables, la más recomendada sala de baile que estaba ubicada al frente de la plaza, en donde luego de amanecer rumbeando bebiendo ron de una conocidísima y emblemática marca colombiana, también hasta la madrugada, en aquella curiosísima cueva, porque era más oscura que boca de lobo, es más, ni me recuerdo de la decoración porque nunca la pudimos realmente ver ni apreciar bien -jamás prendieron las luces- sólo se, que era una de esas denominadas antiguas discotecas, que tienen un gigantesco espejo en la pista de baile y luces en el piso de vidrio, en el cual todos parecíamos mirarnos bailar como si fuéramos narcisos, igualmente mantenían colgando del techo, la inefable esfera con espejitos cuadriculados que reflejaban y difundían los miles de destellos de las luces por todas partes (paredes, caras y cuerpos); así como, la típica e infaltable deslumbrante luz intermitente blanca, que casi deja ciegos a los ingenuos y distraídos que suelen mirarla fijamente, al son de una ensordecedora música que brotaba de varias gigantescas y oscuras cornetas estrategicamente ubicadas, direccionadas hacia cada inocente e impotente oreja, que impedía oir y hablar con alguién, sólo gritarse sin enterderse nada. Por cierto, que me temo, que de esa costumbrita quedamos un poco sordos para siempre; mi compadre Mister Guillón, hoy día habla tan fuerte, que aunque me apena hacerlo, suelo pedirle que baje la voz, el pobre como que quedó más sordo que yo desde entonces.
De allí salimos al borde del amanecer, eufóricos, ciegos, sordos, pero no mudos, porque de regreso al hotel, ebrios de felicidad, caminando abrazados en parejas por el medio de la estrecha empedrada calle, alumbrada por faroles, y rodeada de hermosas casas estilo colonial, para en medio del más grande de los silencios; pero también de las inconciencias, causar un estruendo y escándalo colectivo, en horas en que el común de los mortales suele dormir y descansar, que hubiera ameritado al menos nuestra justa detención por atrevernos a alterar la paz, y el orden público, gritando sin medir las consecuencias y a todo pulmón al unísono: “¡El golfo es nuestro carajo, y viva Venezuela!". ¡Caramba! ¡Qué riñones teníamos! siendo aún muy jóvenes, y de vainita no terminamos linchados por algún patriota o subversivo colombiano, o encarcelados con la espalda contra la pared, en la hermana república. Son vainas de palos nos dijimos al otro día, pero también de una inolvidable juventud. Y no es ficción, lo vivimos en realidad, mi compadre siempre nos lo recuerda a modo de anécdota graciosa en nuestras periódicas y repetidas reuniones familiares.
A estas alturas, y en virtud de las actuales circunstancias conocidas, mi compadre y yo, cuando nos recordamos, ya no sabemos si reírnos o sentarnos a llorar por causa de aquel simpático y extraño episodio juvenil, y no precisamente por nostalgia, sino porque todavía nos provoca a ambos ponernos a gritar a todo pulmón de vez en cuando en cualquier calle del mundo, como aquella madrugada envalentonados por el ron y la indoblegable energía que nos daba la indomable y rebelde juventud, “¡El Golfo es nuestro carajo!” ¿Será?. Juro que gritamos mi compadre, nuestras enamoradas y yo, la frase “¡el golfo es nuestro carajo!” en Pamplona Colombia, y nadie nos molestó; a lo mejor muchos nos escucharon, pero seguramente algunos dijeron esa madrugada: “son loqueras de turistas borrachos” y siguieron durmiendo, pero para nosotros fue una protesta en suelo extranjero, armados por el valor que suelen dar a veces los tragos, y créanme, hay que estar un poco loco o algo ebrio, para poder gritar esa frase en ese sitio, a esa hora, y poder salir ileso, ¿o son vainas mías?
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