"El intercambio de artistas españoles y latinoamericanos se ha consolidado con efectos culturales y económicos"
POR:YUMBER VERA ROJAS.
El transatlántico de ida y vuelta de los artistas musicales españoles
y latinoamericanos fluye con más naturalidad cada año. Sobre todo en
verano. Si hasta hace unas décadas eran especialmente los músicos
españoles quienes hacía las américas, ahora son los argentinos,
colombianos, mexicanos, chilenos o cubanos los que hacen sonar sus
ritmos en Europa.
Un intercambio musical que en medio siglo puede resumirse en un
oleaje que va de Julio Iglesias y Raphael a Andrés Calamaro y Juanes; de
Camilo Sesto y Rocío Durcal a Maná y Shakira; de Sabina y Joan Manuel
Serrat a Calle 13 y Bomba Estéreo; de Miguel Bosé y David Bisbal a Jorge
Drexler y Omara Portuondo; de Bebe y La oreja de Van Gogh a Marc
Anthony y Meneo; de Nino Bravo y Mijares & Emmanuel a Chucho Valdés y
Systema Solar; de Mocedades y Bumbury a Pimpinela y Carlos Vives...
Economía y festivales
Entrado el periodo estival, lo que inicialmente parecía un inocuo
desfile latinoamericano de géneros disímiles entre sí y de trayectorias
posibles en el caleidoscopio generacional, en realidad se trata de una
invasión sonora con consecuencias culturales y económicas cada vez más
profundas.
Todo esto ha puesto de manifiesto, nuevamente, el crecimiento de un
mercado que hasta hace una década sólo tenía como probables vitrinas en
la península, salvo en circunstancias excepcionales que aludían a una
leyenda de los ritmos afrocaribeños o a una estrella del latin pop para garantizar el éxito de convocatoria, a eventos institucionales, encuentros de world music, y aforos a los que básicamente asistían las colectividades de inmigrantes originarias de esta parte de Occidente.
No obstante, ante el agotamiento conceptual que han demostrado en los
últimos años las propuestas musicales anglosajonas, América Latina se
tornó en un área de consulta y de oferta constante en todo el mundo, lo
que se ha reflejado también en España. Al punto de que en noviembre
pasado se realizó en Bilbao la primera edición del BIME, que, secundando
a festivales como PortAmérica, La Mar de Músicas, Pirineos Sur, Sónar
(tras intentar posicionarse en Sudamérica a través de Sao Paulo, aunque
sin éxito, en 2015 pondrá sus fichas en Santiago de Chile y Bogotá) o
Primavera Sound (Argentina fue el país invitado en 2013, al tiempo que
Brasil desplegó en la realización de 2014 un tris de su potencial
sonoro), tuvo entre sus premisas tender un puente en el que Europa tome
nota de las experiencias latinoamericanas, y viceversa. Y es que después
del crack económico español, la inmensa comarca que comprende
desde Río Grande hasta Tierra del Fuego se convirtió en un modelo a
seguir en épocas de crisis, incluso para la industria del
entretenimiento.
A pesar de que todavía pululan los identikits acerca del
imaginario de la cultura latina, en los que la pachanga, la tribalidad o
la tropicalidad se prevén como supuestos dinamos de la cotidianidad en
las distintas sociedades que componen “la raza cósmica” (evocando al
ensayo del filósofo mexicano José Vasconcelos Calderón), España y el
resto de Europa se vieron atraídas por las novedosas formas discursivas
de la música de América Latina, y por la manera en que encajaron dentro
del concierto global.
Peregrinación española
Pero la peregrinación hacia ese deslumbramiento ha sido ardua y
longeva, al tiempo que estuvo envuelta por una maduración idiosincrática
que debió escudarse en los estereotipos para luego apelar por el
desparpajo de la modernidad. Aunque quizá lo más interesante de todo
este proceso haya sido el escenario en el que se desarrolló, pues
sucedió en medio del vaivén migratorio ocasionado por las
hiperinflaciones y el paquetazo neoliberal que devastaron a las
principales urbes latinoamericanas en el ocaso de los ochenta, lo que
tornó en diálogo un monólogo donde sólo hablaban los exponentes
españoles.
“No voy al extranjero cuando estoy en América”, aseguró el cantante
Raphael en Colombia, en 2010, mientras promocionaba su disco Te llevo en el corazón,
en el que, a manera de tributo al continente en el que se transformó en
ídolo de multitudes tras su primera visita, en 1967, repasa algunos de
los clásicos del cancionero popular latinoamericano. Al igual que El
niño de Linares, de reciente paso por esta orilla del Atlántico, donde
presentó su álbum Mi gran noche, un sinnúmero de solistas y
grupos españoles, al menos desde la infiltración de la cultura pop en la
región, no sólo juegan de local en América Latina, sino que llegaron a
convertirla en su laboratorio musical —Paco de Lucía, después de su paso
por Perú, a fines de los setenta, introdujo el cajón en el flamenco, al
tiempo que Rocío Durcal descubrió en la ranchera el broncodilatador
para una carrera a la que se le había agotado el oxígeno— y hasta en su
hogar —Joan Manuel Serrat se exilió en México, en 1975, a causa de la
reacción del franquismo ante su repudio al fusilamiento de tres
militantes de las FRAP y dos de ETA—.
Aunque el dial latinoamericano dio cuenta en la década del sesenta de
la existencia del pop y del ye-yé ibérico, a través de los éxitos de
Los Mustang, de Los Bravos, de Fórmula V y de Karina o de las películas
que protagonizaba Concha Velasco, fue a comienzos de los setenta cuando
la música de la nación europea desembarcó fuerte de la mano de sus
baladistas, lo que desdibujó esa imagen anacrónica que existía sobre
España, pues aún era sinónimo de pasodoble, flamenco, copla y zarzuela.
Si bien Nino Bravo y Jeanette alertaron acerca de la morfología
cancionera que se estaba cocinando al otro lado del océano, no hubo
tiempo ni siquiera para reaccionar frente a ese fenómeno al momento del
asalto de Julio Iglesias, Camilo Sesto, Mocedades, Perales y el resto de
la artillería pesada de la balada romántica. Lo que se amplificó con la
creación, en 1972, del Festival OTI de la Canción, instalando en
América Latina no sólo el género sino la nueva gran plaza laboral para
artistas españoles.
Peregrinación americana
Mientras tanto en España, poco y nada se conocía de la música que se
gestaba en esa época en América Latina, salvo por casos específicos como
el de Los Impala, el primer gran grupo del rock venezolano, que en los
sesenta llegó hasta allá en busca de fogueo y aventura, lo que se
tradujo en la evolución de su sonido del Merseybeat a una psicodelia
alcaloide y en su participación en la película Hamelín (1968).
Al igual que el del argentino Gato Pérez, figura revolucionaria de la
rumba catalana, que fue secundado por un contingente de compatriotas
suyos que aterrizó en Barajas huyendo de la última dictadura militar de
ese país, del que destacaron Mercedes Sosa o la diáspora rockera
conformada por Moris, Aquelarre, Sergio Makaroff, la mitad de Tequila
(Ariel Rot y Alejo Stivel), y el productor musical Jorge Álvarez
(creador de Mecano y Olé Olé), quienes, amén de su importancia en la
nación rioplatense, fueron influyentes en el cambio de chip que
experimentó la escena sonora local durante la Transición española. Pista
aparte tienen los salseros y soneros mayores como Celia Cruz, Rubén
Blades, Willie Colón...
Pese a que en los setenta la industria fonográfica de la América
Latina hispanoparlante (comandada por México, Argentina, Colombia y
Venezuela) disfrutaba de un envidiable estado de salud, en la primera
mitad de la década siguiente cayó en picada, a diferencia de la de
España, cuyas ventas pegaron un salto considerable. Situación que se
reflejó en las giras de los artistas españoles en la región, que
disminuyeron progresivamente hasta que en los noventa alcanzaron un
nivel mesetario, al igual que en el posicionamiento de nuevas avanzadas
como la Movida Madrileña, la cual apenas pudo impactar en México,
Colombia, Venezuela y Uruguay, o el indie estatal, al que le ha
costado calar. Y es que, con excepción de Miguel Ríos, Barón Rojo, La
Polla Récords, Alaska y Dinarama, Miguel Bosé, Toreros Muertos,
Siniestro Total o Héroes del Silencio (guante que tomó luego Bunbury con
su carrera solista), el efecto del rock español en América fue
escuálido, lo que también se reflejó en la orilla de enfrente con
respecto a la escena de acá.
Ida y vuelta
Más allá del esfuerzo de Miguel Ríos por construir un viaducto que
enlazara a España con América Latina, al organizar, junto con el
productor Carlos Narea, los Encuentros de Rock Iberoamericano en el
Palacio de los Deportes de Madrid, en 1986, al que asistieron algunos
referentes de las movidas latina y española, el cortocircuito entre
ambas orillas era claro. Lo que comenzó a cambiar en los noventa,
cuando, agobiados por las crisis, miles de latinoamericanos cruzaron el
Atlántico en busca de mejores condiciones laborales. Uno de ellos fue
Andrés Calamaro, quien halló en Madrid el contexto idóneo para renovar
su pulso compositivo, lo que le permitió no sólo hacerse de una nueva
audiencia, sino conmocionar a una generación de cantautores locales.
Aunque el rockero no desatendió su obra en Argentina, e incluso le sacó
rédito a su circunstancia geográfica para proyectarse hacia Sudamérica,
México, Estados Unidos y Europa. Iniciativa que también llevaron
adelante los baladistas, salseros, raperos o DJs que llegaron al Viejo
Continente para relanzar sus carreras.
Al mismo tiempo que figuras del temple de Joaquín Sabina y Alejandro
Sanz se arraigaban decididamente en la audiencia latinoamericana, los
artistas originarios de la región que hicieron de España su nuevo hogar,
como Arianna Puello, Jorge Drexler o Coti ayudaron a dinamizar y
equilibrar gradualmente el diálogo y el intercambio entre sendos polos.
Esta iniciativa contó asimismo con el respaldo de la revista y factoría Zona de Obras,
fundada por argentinos establecidos en Zaragoza en los noventa, que,
además de tornarse en la referencia periodística de la cultura latina en
España, logró, con el apoyo de SGAE y de Casa de América, desarrollar
un sinnúmero de actividades que apuntaron hacia la mancomunión
iberoamericana, lo que implicó desde la edición de discos y libros hasta
su participación en la realización de festivales de la relevancia de
Vivamérica, Viva la Canción o Rock en Ñ.
A diferencia de Europa, donde las distancias son relativamente
cortas, en América Latina organizar una gira es una tarea compleja. Sin
embargo, en los últimos tiempos Sudamérica y México se convirtieron en
territorios fértiles para la producción de festivales. La debacle de la
industria musical ocasionó una libre competencia que posibilitó que
desde David Bisbal hasta El Columpio Asesino tuvieran las mismas
oportunidades para explotar su obra en el continente. Y hasta estimuló a
Xoel López a concebir la Caravana Americana, que, tras sus andanzas por
esta inmensa geografía, cerró en 2010 con una serie de shows, en Vigo, Bilbao y Madrid, para la que invitó a sus amigos músicos iberoamericanos.
Tras años de intercambio, las músicas de ambos lados van y vienen y
se enriquecen, y se cantan y se bailan. Incluso algún grupo español
primero triunfa en México, como es el caso de La quinta estación. Y en
ese ir y venir, artistas que colaboran mutuamente y que conquistan
mercados intercontinentales como Shakira, Alejandro Sanz o Juanes.
Fuente: http://cultura.elpais.com/cultura/2014/07/21/actualidad/1405965999_582399.html